ELMUNDO.ES | SUPLEMENTOS | MAGAZINE 387 | El origen de Hannibal Lecter

2022-07-22 09:34:28 By : Mr. Mike Wang

Ilustración de Raúl Arias

La puerta se abrió de golpe, y Grutas entró con Milko y Dortlich. Hannibal agarró una lanza de la pared, y Grutas, por su certero instinto, apuntó con la pistola a la niña.

–Suéltala o disparo. ¿Me entiendes?

Los saqueadores empezaron a pulular en torno a los niños. Los saqueadores estaban dentro, Grentz, en el exterior. Hizo una señal con la mano para que el camión semioruga se acercara, los faros de este parpadearon y sus luces se reflejaron en los ojos de los lobos que se encontraban en la linde del claro; uno de los cánidos llevaba algo a rastras.

Los hombres se reunieron alrededor de Hannibal y de su hermana, junto al fuego; el calor del hogar hizo que la ropa de los saqueadores desprendiera el hedor a sudor de varias semanas pasadas a la intemperie y la sangre reseca pegada en los cordones de las botas. Los maleantes se acercaron más. Cazuelas atrapó un pequeño insecto que se escapó de entre sus ropas y le reventó la cabeza con la uña del pulgar. Tosían en la cara de los niños. El aliento de los depredadores –característico de la cetosis que sufrían por la dieta carroñera consistente en carne cruda, en parte escarbada de las ruedas del camión– hizo que Mischa enterrase la cara en el abrigo de su hermano. Él la acogió en el interior de la prenda y sintió su pequeño corazón desbocado.

Dortlich agarró el cuenco de gachas de Mischa, hundió las narices en él y arrebañó el fondo del recipiente con sus dedos magullados y cuarteados. Kolnas tendió su cuenco, pero Dortlich no le dio nada. Kolnas era achaparrado y fornido, y le brillaban los ojos cuando miraba algún metal precioso. Le quitó el nomeolvides a Mischa y se lo guardó en el bolsillo. Cuando Hannibal lo agarró por la mano, Grentz le dio un apretón en el cuello y le adormeció el brazo. Las bombas atronaban a lo lejos.

–Si llega una patrulla, no importa de qué bando, hemos levantado aquí un hospital de campaña. Hemos salvado a estos mocosos y estamos encargándonos de proteger las pertenencias de su familia metiéndolas en el camión. Sacad una bandera de la Cruz Roja y colgadla en la puerta. ¡Ahora!

–Los otros dos se congelarán si los dejamos en el camión –dijo Cazuelas–. Se han creído que somos de la patrulla, pueden volver a sernos útiles.

–Mételos en esa caseta –ordenó Grutas–. Enciérralos con llave.

–¿Y a dónde van a ir? –preguntó Grentz–. ¿Con quién van a hablar?

–¡Joder! ¡Por mí, como si te cuentan sus tristes vidas en albano, Grentz! Muévete ya y hazlo.

En medio de la ventisca, Grentz sacó a dos seres enclenques del camión y los llevó a rastras hacia la caseta de los jornaleros.

Grutas sostenía una fina cadena helada contra la piel de los niños, y se la enrolló al cuello. Kolnas la aseguró con dos enormes candados. Grutas y Dortlich encadenaron a Hannibal y a Mischa a la barandilla del tramo más alto de la escalera, donde no entorpecían el paso pero quedaban a la vista. El que llamaban Cazuelas les llevó un orinal y una manta de una habitación. A través de los barrotes de la barandilla, Hannibal vio cómo lanzaban el taburete del piano al fuego. Arremetió el cuello del vestido de Mischa por debajo de la cadena para protegerle el cogote.

La nieve se apiló en grandes montículos junto al refugio; sólo los cristales más altos de las ventanas dejaban pasar una luz verdosa. Con la nieve cayendo de lado y el silbido del viento, la casa parecía un enorme tren en marcha. Hannibal abrazó a su hermana y ambos se hicieron un ovillo envueltos con la manta y la alfombra del rellano. De esta forma, las toses de la pequeña se silenciaron. Hannibal notó en la mejilla que la niña tenía la frente caliente. Se sacó un mendrugo de pan seco del abrigo y se lo llevó a la boca. Cuando el pan se ablandó, se lo dio a su hermana.

Cada pocas horas, Grutas ordenaba a uno de sus hombres que saliera a retirar la nieve de la puerta con una pala; contaban así con un sendero despejado hasta el pozo. En una de esas ocasiones, Cazuelas llevó una sartén con restos de comida a la caseta de los jornaleros.

(...) Grutas y Grentz registraron el refugio de forma compulsiva, sacando cajones y desgarrando el fondo de todas las cómodas. Cinco días después, el tiempo mejoró. Todos se calzaron raquetas para la nieve y llevaron a Hannibal y a Mischa al granero. El niño vio una voluta de humo que salía de la chimenea de la caseta de los jornaleros. Se quedó mirando la enorme herradura de César clavada encima de la puerta como amuleto de la buena suerte y se preguntó si el caballo seguiría vivo.

Grutas y Dortlich empujaron a los niños al interior del granero y cerraron la puerta con un candado. Por la ranura de la puerta de doble hoja, Hannibal los vio abrirse en abanico para adentrarse en el bosque. En el granero hacía muchísimo frío. Había prendas infantiles amontonadas sobre la paja. La puerta que daba a la caseta contigua estaba cerrada, pero no con llave. Hannibal la abrió de un empujón. Sacó todas las mantas de los catres y vio a un niño de no más de ocho años pegado tan cerca como era posible al hornillo. Tenía el rostro exangüe y los ojos hundidos. Llevaba varias capas de ropa, y algunas prendas eran de niña. Hannibal colocó a su hermana tras de sí. El chico se quedó apocado al verlo.

Hannibal lo saludó. Repitió el saludo en lituano, alemán, inglés y polaco, pero el chico no respondió. Tenía las orejas y los dedos cubiertos de sabañones rojos. Durante el transcurso de aquel largo y gélido día había logrado fingir que era albanés y sólo hablaba en ese idioma. Dijo que se llamaba Agon. Hannibal dejó que le toqueteara los bolsillos en busca de comida; no le permitió tocar a Mischa. Cuando Hannibal le indicó gesticulando que su hermana y él querían la mitad de las mantas, el niño no opuso resistencia. El pequeño albanés se sobresaltaba con cada ruido, dirigía la mirada hacia la puerta y no paraba de gesticular con la mano como si estuviera cortando algo.

Los saqueadores regresaron justo antes del ocaso. Hannibal los oyó y miró a través de la ranura de la puerta de doble hoja del granero. Tiraban de un cervatillo famélico, aún vivo y tambaleante, al que habían colgado del cuello una guirnalda de borlas robada en alguna mansión y que tenía una flecha clavada en el costado. Milko levantó un hacha.

–No dejes que pierda mucha sangre– le advirtió Cazuelas con autoridad culinaria.

Kolnas llegó corriendo con su cuenco y los ojos vidriosos. Se oyó un berrido en el jardín, y Hannibal le tapó los oídos a Mischa para que no oyera los hachazos. El chico albano lloraba y daba gracias.

Más adelante, ese mismo día, cuando los demás hombres ya habían comido, Cazuelas dio a los niños un hueso para roer, que conservaba pegados algo de carne y unos tendones. Hannibal lo royó un poco y masticó el alimento hasta formar un puré para Mischa. El jugo se habría perdido de haberla alimentado con los dedos, así que le daba el puré directamente de la boca.

Volvieron a trasladar a Hannibal y a la niña al refugio, los encadenaron a la barandilla del segundo piso y dejaron al niño albano solo en el granero. Mischa ardía por la fiebre y Hannibal la abrazaba con fuerza bajo la polvorienta alfombra. Todos cayeron enfermos de gripe; los hombres permanecían tendidos, tan pegados al fuego moribundo como podían; tosían unos encima de los otros. Milko encontró el peine de Kolnas en el suelo y chupó la grasa que tenía en las púas. El cráneo del cervatillo estaba dentro de la bañera seca, sin rastro de carne, pues lo habían hervido hasta pelarlo.

(...) La comida se terminó mucho antes de que el cielo se despejara. Las toses parecían más violentas en la tarde luminosa en que el viento cesó. Grutas y Milko salieron dando tumbos con sus raquetas de nieve. Tras un prolongado sueño febril, Hannibal oyó que volvían. Una discusión en voz alta y una escaramuza. A través de los barrotes de la barandilla vio que Grutas chupaba el plumaje ensangrentado de un pájaro, se lo tiró a sus hombres y ellos se abalanzaron sobre el ave muerta como perros hambrientos. Grutas tenía la cara cubierta de sangre y plumas. Volvió su sangriento rostro hacia los niños y dijo:

–O comemos o morimos.

Ese era el último recuerdo consciente que tenía Hannibal del refugio de caza.

Debido a la escasez del suministro ruso de caucho, el tanque avanzaba con ruedas de acero que transmitían una vibración ensordecedora a través del casco y dificultaban la visión por el periscopio. Era un enorme KV-1 que atravesaba penosamente el sendero del bosque, con un tiempo gélido, a medida que el frente avanzaba hacia el oeste varios kilómetros al día gracias a la retirada de los alemanes. Dos soldados de infantería, vestidos con camuflaje de invierno, viajaban en la parte trasera del tanque, acurrucados sobre los radiadores, oteando los alrededores en busca de un chiflado de los Werewolf –los «Hombres Lobo» de la organización paramilitar homónima de las SS–, un fanático al que habían dejado por esos lares armado con un misil Panzerfaust para intentar destruir un tanque.

Detectaron movimiento entre la maleza. Desde el interior del tanque, el comandante oyó que los soldados que estaban en la parte de arriba abrían fuego y volvió el tanque hacia su objetivo para disparar con la ametralladora coaxial. En la imagen magnificada del periscopio distinguió a un chico, un niño que salía de entre los matorrales, al tiempo que las balas impactaban contra la nieve a su alrededor mientras los soldados disparaban desde el tanque en movimiento. El comandante emergió por la escotilla y ordenó el alto el fuego. Ya habían matado a unos cuantos niños por error –eran cosas que ocurrían– y les alegró no haber matado también a ése.

Los soldados vieron a un niño delgado y pálido con una cadena atada al cuello; del extremo de esta colgaba una lazada vacía. Cuando lo colocaron cerca de los radiadores y le quitaron la cadena, le arrancaron pedacitos de piel que habían quedado pegados a los eslabones. El niño tenía unos prismáticos bastante buenos en la bolsa que llevaba aferrada al pecho. Lo zarandearon, le hicieron preguntas en ruso, polaco y un rudimentario lituano, hasta que comprendieron que era mudo. Los militares no tuvieron el valor de quitarle los prismáticos, le dieron media manzana y permitieron que viajara con ellos detrás de la torreta, donde le daba el aire caliente de los radiadores, hasta que llegaron a una población.

(...) Lituania, 1946. Hannibal Lecter, a la sazón de 13 años, se encontraba solo entre los escombros apilados junto al foso del antiguo castillo Lecter, tirando mendrugos de pan al agua negra. La huerta que quedaba justo detrás de las cocinas, con los setos sin podar, se había convertido en la huerta del Orfanato de la Beneficencia, con un cultivo mayoritario de nabos. El foso y su superficie eran importantes para el chico. El foso era inmutable; como siempre había ocurrido, sobre su superficie negra se reflejaba el paso de las nubes más allá de las torres almenadas del castillo Lecter (…).

Los huérfanos dormían en el alargado dormitorio. Estaban distribuidos por edades. El ala más joven de la habitación olía a ese aroma agridulce de las guarderías. Los más pequeños dormían con los brazos cruzados sobre el cuerpo, y algunos llamaban entre sueños a los difuntos de sus recuerdos; en los rostros de los durmientes se apreciaba cierta preocupación y una ternura que nadie volvería a sentir por ellos. Mucho más allá, algunos chicos mayores se masturbaban bajo las mantas. Cada uno de los niños tenía una taquilla, y en la pared que quedaba encima de la cama había un espacio vacío donde colgaban dibujos y, rara vez, alguna fotografía familiar.

Sobre la hilera de catres hay una serie de burdos dibujos hechos con carboncillo. En la plaza que ocupa Hannibal Lecter hay una representación perfecta, a carboncillo y lápices de colores, de la mano y el brazo de un bebé. Cautivador e interesante por su postura, el bracito rechoncho está escorzado como si se dispusiera a dar una palmadita. Lleva una pulsera en la muñeca. Debajo del dibujo duerme Hannibal, y le tiemblan los párpados. Tiene los músculos de la mandíbula en tensión, se le abren las aletas de la nariz y las cierra cuando le llega un onírico tufo a cadáver.

En el refugio de caza del bosque. Hannibal y Mischa envueltos por el adusto olor a polvo de la alfombra en la que están enrollados. En el hielo de las ventanas se refleja una luz verdirroja. El viento sopla racheado y, durante un rato, la chimenea no tira. El humo azulado se acumula a distintos niveles bajo los aleros del tejado inclinado que quedan a la altura de la barandilla, y Hannibal oye el portazo de la entrada y mira a través de los barrotes. La tina de Mischa está en el fuego, donde Cazuelas hierve el cráneo del cervatillo con un par de tubérculos marchitos.

El bullir del agua hace que los cuernos golpeen contra las paredes de metal de la bañera, como si el cervatillo hiciera un último esfuerzo para dar un cabezazo. Ojos Azules y Manos Agrietadas entran con una ráfaga de aire frío, se quitan las raquetas de nieve y las dejan apoyadas contra la pared. Los demás se reúnen en torno a ellos. Hombre Cuenco se acerca a trompicones, con los pies congelados, desde el rincón. Ojos Azules se saca del bolsillo los cuerpos muertos de hambre de tres pajarillos. Mete a uno, con plumas y todo, en el agua hirviendo hasta reblandecerlo lo suficiente para poder despellejarlo. Lame el pellejo ensangrentado, se llena la cara de sangre y plumas; los hombres se apiñan a su alrededor. Les tira el pellejo, y ellos se abalanzan sobre él como perros hambrientos. Vuelve su rostro manchado de sangre hacia la barandilla de la escalera, escupe una pluma y habla:

–O comemos o morimos.

Echan al fuego el álbum de familia de los Lecter y los juguetes de cartón troquelado de Mischa, su castillo y sus muñecas de papel. Hannibal está delante de la chimenea, de pronto, sin saber cómo ha bajado. Luego se encuentran en el granero, donde hay ropa amontonada sobre la paja, prendas infantiles empapadas de sangre que Hannibal no reconoce como suyas. Los hombres se acercan, toquetean su carne y la de Mischa.

–Coged a la niña, de todas formas va a morir. Vamos, pequeña, ven a jugar, ven.

Empiezan a canturrear y se la llevan.

–Ein Mannlein steht im Walde ganz still und stumm…

Hannibal se cuelga del brazo de su hermanita; alguien tira de la niña hacia la puerta. Hannibal no suelta a su hermana, y Ojos Azules cierra de golpe la pesada puerta del granero y le pilla el brazo; el hueso cruje, la puerta vuelve a abrirse. Ojos Azules regresa hacia Hannibal blandiendo un tronco y se oye un ruido sordo cuando golpea al niño en la cabeza: una terrible lluvia de varapalos, destellos de luz tras sus ojos, golpes, y Mischa grita: «¡Hannibal!».

Los golpes se convirtieron en la porra del monitor jefe contra la estructura metálica de la cama mientras Hannibal gritaba en sueños:

–¡Cállate! ¡Cállate! ¡Arriba, cabroncete!

El monitor jefe retiró las mantas y sábanas, y se las tiró a la cara. Dándole empellones con la porra, lo llevó al exterior, hasta el gélido terreno junto al cobertizo de las herramientas. Lo empujó hasta el interior del cobertizo con una pala. Allí estaban colgadas las herramientas de jardinería, una cuerda y un par de utensilios de carpintería. El monitor jefe colgó el farol de un gancho y levantó la porra, también levantó la mano vendada.

–Ha llegado la hora de que pagues por esto.

Hannibal se encogió y se alejó de la luz con una sensación que era incapaz de describir. El monitor jefe olió el miedo y se volvió para seguirlo, alejándose de la luz. Consiguió abrirle una buena brecha en el muslo. El niño se situó bajo el farol, agarró una hoz y lo derribó de un golpe. Permaneció tumbado en el suelo, a oscuras, tenía la hoz sujeta con ambas manos y levantada por encima de la cabeza. Oyó las pisadas torpes que pasaron junto a él, sesgó la negra atmósfera con fuerza, pero no chocó con nada. Al final oyó un portazo y el traqueteo de la cadena.

–La ventaja de pegarle a un mudo es que no puede echártelo en cara –dijo el monitor jefe. El monitor adjunto y él estaban mirando un Delahaye aparcado en el patio de grava del castillo: un hermoso ejemplar de carrocería francesa, azul metalizado, con banderines diplomáticos en los guardabarros delanteros, soviéticos y de la RDA. El coche resultaba en cierta forma exótico, por ser de esos automóviles franceses de la preguerra, voluptuoso para los ojos acostumbrados a los tanques y los todoterreno. Al monitor jefe le hubiera gustado escribir «mierda» en el lateral del coche con su navaja, pero el conductor era corpulento y estaba ojo avizor.

Desde el establo, Hannibal vio cómo llegaba el coche. No corrió hacia él, se limitó a mirar a su tío mientras entraba en el castillo en compañía de un oficial soviético. El niño puso la palma de la mano sobre la mejilla de César. El animal volvió hacia él su rostro alargado, sin parar de rumiar los granos de avena. El mozo de cuadra soviético lo cuidaba muy bien. Hannibal acarició el cuello del equino y apoyó la cara sobre la oreja en rotación, pero no pronunció palabra. Besó al caballo entre los ojos. En el fondo del henil, que pendía en el espacio que quedaba entre las paredes dobles, se encontraban los prismáticos de su padre. Se los colgó al cuello y cruzó la ajada plaza de armas. El monitor adjunto estaba buscándolo desde la escalera. Las pocas posesiones de Hannibal se hallaban empaquetadas en una bolsa.

«Hannibal, el origen del mal» (Plaza &Janés), de Thomas Harris, sale a la venta el próximo miércoles. La película del mismo título se estrena el 16 de marzo.